De la superficie del mar brotó un resoplido súbito. El rocío de vapor, que se suspendió por unos segundos en el aire, se confundió con el telón de fondo verdoso de la selva tropical que custodia la playa de Guachalito (golfo de Tribugá, Chocó).
—¡Muchachos, allá hay una ballena!—, advirtió Edwin González, un pescador jurubiraseño para quien navegar el mar es enfrentarse a diario con sus misterios y vivir la posibilidad de no dejar de asombrarse nunca.
Eran las once y diez de la mañana. Al percatarse de la presencia de la yubarta, Edwin (como capitán del bote) dio un giro al timón con dirección al cetáceo, que permanecía estático, al vaivén del oleaje en la superficie. El hecho de que el animal estuviera casi inmóvil generó inquietud entre los tripulantes. Yerson alzó su cámara fotográfica, ajustó el foco y se preparó para disparar el obturador. Antonio apretó el lapicero, apoyó un puñado de hojas de papel blancas en sus piernas y se apresuró a tomar datos sobre el avistamiento: la especie hallada, las coordenadas, las condiciones del mar y el comportamiento del mamífero. Avanzaron y avanzaron hasta estar a cinco metros de la ballena.
Pero algo de esta jorobada parecía diferente. Es cierto que para los pescadores encontrarse con cetáceos hace parte del paisaje, es casi una rutina cuando se aventuran al océano. De cualquier manera, al estar justo al lado del gigante, los tres hombres observaron escenas que aún para ellos eran inusuales y que, por supuesto, habrían de suponer un hallazgo valioso para el conocimiento científico sobre las ballenas que llegan cada año (entre mayo y diciembre) a las aguas del Pacífico colombiano.
Un cuerpo blanco y con aspecto rugoso flotaba en la superficie. La ballena estaba acostada sobre su dorso y mostraba su vientre pálido sin cautela. A decir verdad, no parecía incómoda con la presencia de la lancha y, en cambio, se mostraba dócil, casi vulnerable.
—¿Qué está haciendo esta ballena?—, preguntó Yerson, a la espera de que alguno de los tripulantes pudiese brindar una explicación. La respuesta fue el silencio y la mirada atenta de sus compañeros a lo que estaba sucediendo.
Al observarla más de cerca, los tres científicos comunitarios lograron identificar algunas pistas. Se trataba de una ballena juvenil (o adolescente, en términos coloquiales). Es posible que se hubiera separado de su madre poco tiempo atrás (las crías se apartan de su progenitora cuando alcanzan el primer año de edad). Medía cerca de siete metros de largo, pero no lograron precisar si era una hembra o un macho (aunque esta especie presenta dimorfismo sexual, por lo que las hembras suelen ser más grandes que los machos, la confirmación de su sexo se da al poder mirar los pliegues genitales de cada individuo, que se hallan en el vientre).
Fue entonces cuando los pescadores atisbaron un objeto extraño que estaba al lado de la yubarta: era un palo de madera de cerca de un metro y medio de largo. Ante los ojos curiosos y asombrados de los tripulantes, el cetáceo jugaba con el tronco y lo perseguía, como si se tratara de un perro ensimismado detrás de una pelota. La ballena ponía la vara en su vientre, daba vueltas alrededor de ella y la pasaba de su cabeza a sus largas aletas pectorales hasta llegar al final de su cola. Luego giraba y regresaba a empujarla con su testa. El animal parecía disfrutar, incluso sentir placer en su propio juego. Emitía sonidos con su espiráculo, chapoteaba en el agua con su aleta caudal y sacaba sus brazos, como si saludara a aquellos que estaban siendo testigos de su espectáculo. Luego de once minutos de diversión, el gigante marino se sumergió en las profundidades y no se vio más.
La escena, aunque inédita para los tres jurubiraseños, fue más que una anécdota. Aquel registro constituyó la evidencia científica de un comportamiento inusual y pocas veces documentado sobre esta especie. De acuerdo con las biólogas marinas que han acompañado el proceso de ciencia comunitaria de Jurubirá —Dalia Barragán Barrera, Ann Carole Vallejo, Jennifer Bachmann y Nohelia Farías Curtidor—, la conducta del cetáceo, más allá del posible momento de recreación, pareció responder a las necesidades sociales y de interacción propias de dichos mamíferos durante su vida en el océano.
Para explicar el comportamiento de la yubarta, las investigadoras recurrieron a los antecedentes de sucesos similares reportados en otros lugares del mundo, en los que se describieron cetáceos que parecían jugar con objetos inanimados. Refirieron que este tipo de hábitos es más común entre los odontocetos (cetáceos con dientes, entre los que se clasifican a los delfines, las marsopas y los cachalotes) que en los misticetos (cetáceos con barbas, entre los que hallan todas las ballenas o rorcuales).
En efecto, existe unanimidad entre los mastozoólogos marinos (especialistas en mamíferos marinos) del planeta en admitir que los delfines usan objetos vivos o animados de su entorno: se dice que juegan con algas, que manipulan elementos de su ambiente y se especula con que usan las sustancias químicas que emanan los peces globo cuando se inflan para drogarse. Las orcas —que pertenecen a la familia de los delfines— de la Patagonia (Argentina) lanzan a sus presas, en particular leones o elefantes marinos, fuera del agua, con potentes coletazos, aun cuando sus víctimas ya han muerto, como una manera de enseñar la técnica de caza a los individuos jóvenes.
No obstante, también existen registros de que las ballenas barbadas usan, en menor medida, objetos de su entorno con fines específicos. Así lo explicaron las biólogas, quienes se remontaron a escenas semejantes documentadas en diferentes partes del mundo. En 2012, en Australia, se reportó que una jorobada tomó algas en su boca y las recorrió por sus aletas dorsal y pectorales. Del mismo modo, en Hawái (2010), una hembra juvenil yubarta atrapó una red de carga y la manipuló pasándola por sus aletas pectorales y rostro, de forma repetida. Incluso se describió evidencia de que un individuo de la misma especie capturó una medusa melena de león y la hizo frotar en su cuerpo. Ello sucedió durante 2021, en Inglaterra.
Este último caso, según las científicas, pareció apuntar a un objetivo diferente al de la ballena reportada en el golfo de Tribugá. Argumentaron que aquella jorobada que tomó la medusa y la pasó por distintas partes de su cuerpo mostró la intención de curar heridas o eliminar parásitos, lo cual no tiene relación frente a la yubarta descrita por los pescadores de Jurubirá. De cualquier forma, el uso de elementos del entorno se ha reportado en otros misticetos: en 1972, en la Patagonia argentina, se documentó que una cría de ballena franca austral agarró algas con su boca y las friccionó contra sus aletas y su cabeza.
El antecedente más cercano —y tal vez el único hasta ahora documentado— de un misticeto que juega con un trozo de madera ocurrió en el mar de Beaufort, en el océano Ártico. Allí, a comienzos de la década de los ochenta, se registró que diferentes individuos de ballenas de Groenlandia (conocidas como ballenas boreales) interactuaron con palos de cerca de veinte metros de largo. El comportamiento fue casi idéntico: se posaron sobre sus espaldas, revolotearon en torno a los objetos, los frotaron con sus cabezas, aletas y colas e incluso se sumergieron con ellos.
La hipótesis de las biólogas marinas ha sugerido que la ballena jorobada que jugaba con el tronco de madera, en las cálidas aguas del golfo de Tribugá, estaba reafirmando su aprendizaje para interactuar con su entorno o con otras yubartas. De acuerdo con dicha explicación, este tipo de conductas brinda la posibilidad de practicar y perfeccionar habilidades motoras, afianza la capacidad para resolver problemas y permite una exploración segura del ambiente, lo cual contribuye a fortalecer su desarrollo. Además, los movimientos del cetáceo alrededor del palo podrían haber estado relacionados con hábitos sexuales orientados al cortejo y al contacto físico que requiere la búsqueda de parejas.
Desde la perspectiva de las investigadoras, este tipo de evidencia sobre los comportamientos de las jorobadas es una ratificación de la complejidad de sus dinámicas sociales, sus sistemas de comunicación, sus capacidades cognitivas y su inteligencia para aprehender el ambiente en el que se desenvuelven; pero también constituye nuevas dimensiones a la hora de comprender y conocer la naturaleza sofisticada de dichos mamíferos marinos. Aún hay respuestas que no se han encontrado, puesto que, según sus propias voces, el estudio de los cetáceos sigue teniendo un sinfín de limitaciones en Colombia. Por eso, trabajar de la mano con los pescadores locales es una puerta que puede conducir a mayores posibilidades de recolección de información.
—Es una motivación para seguir interesándonos por la ciencia, para hacerlo con más fuerza. Tenemos las ganas de trabajar en favor de la conservación—, apuntó Antonio.
—Para uno es muy importante que el trabajo como científico sea reconocido en otros lados. Nosotros incursionamos en un área nueva para nosotros, que es la de investigaciones comunitarias. Surge la necesidad de seguir explorando—, respondió Yerson.
—Yo soy feliz cuando veo ballenas porque siempre me sorprenden. Ahora sólo quiero estar en el mar investigando para ayudar a que el mundo las conozca—, culminó Edwin.
Al regresar a Jurubirá, Antonio estaba pensativo. Haber sido espectador del juego de la yubarta lo condujo hacia reflexiones hondas sobre aquello que presenció, y acerca de las incógnitas que aún quedan por resolver.
—A pesar de que son tan imponentes, extremadamente inteligentes y su tamaño es abismal, son nobles con nosotros. Nos recuerdan la humildad. Las ballenas juegan, saltan, cantan y al parecer son compasivas. No hay nada más profundo que la mirada de una yubarta. Si uno quiere saber qué es empatía sólo basta ver los ojos misteriosos de una jorobada—. Entonces, aún con aquella escena en su cabeza, se sentó a ver el atardecer desde el borde del río.