Utría era una niña indígena emberá a la que le gustaba mucho el mar. En cada amanecer, caminaba descalza por la selva chocoana, guiada por el sonido de las olas, hasta encontrarse en las playas de arena marrón y sumergirse en el océano Pacífico. Nadaba porque sentía que en el agua estaba su hogar. Un día de Semana Santa, aquella pequeña desobedeció el mandato de sus padres: le habían prohibido siquiera acercarse a la bahía porque eran tiempos de reflexión espiritual en su comunidad y el gozo personal estaba vedado. Pero fue más fuerte su pulsión de entenderse libre entre las corrientes de la ensenada y decidió desoír la orden de sus mayores. Utría dio unos pasos hacia el agua, extendió sus brazos, hundió su cuerpo y desapareció para siempre.
Cuenta la leyenda que, luego de aquella trasgresión, Utría se convirtió en ballena jorobada y por eso no se volvió a ver su cuerpo. Fue el costo de profanar una tradición religiosa, aunque ajena, instaurada y arraigada en su pueblo. Se dice que desde entonces la niña transfigurada en yubarta regresa cada año a la ensenada para recorrer su hogar, el lugar en el que nació, y desandar su travesía, como si se tratara de un alma en pena que recoge sus pasos.
Más allá del mito, este es el relato fundacional que ha configurado la relación ancestral y cultural de las comunidades étnicas que habitan los poblados aledaños a la ensenada de Utría, con las ballenas jorobadas que visitan cada año el Pacífico colombiano, en busca de aguas cálidas y costeras para aparearse y dar a luz a sus crías.
La historia de aquella niña indígena fue dotada de tal valor simbólico que le dio nombre y vida a un territorio casi sagrado. En su parte costera, Utría es una península enclavada entre los golfos de Tribugá y Cupica. En sus áreas selváticas colinda con Nuquí, Bahía Solano, Alto Baudó y Bojayá. En 1987, esta extensión terrestre y marina de cincuenta y cuatro mil hectáreas (diez mil de las cuales son oceánicas) fue declarada Parque Nacional Natural y proclamada como área protegida.
De acuerdo con las comunidades, Utría es una expresión de lo femenino en la naturaleza. Las montañas interrumpen el paisaje marino, bordean la costa y se extienden sobre la selva exuberante, de tal manera que pareciese que forman una especie de útero. Allí, las mismas montañas constituyen una barrera contra las mareas impredecibles del Pacífico, por lo que el agua es apacible y poco profunda: una sala de parto ideal para las ballenas jorobadas, que encuentran en la ensenada el lugar más puro, silencioso y tranquilo donde pueden dar a luz. En esa conjunción de agua, jungla y manglares, brota la vida de cientos de especies.
«Utría es como un templo para las ballenas. Es un lugar muy importante porque es como el vientre donde la vida se forma y crece. Es un sitio lleno de colores y sonidos naturales en el que se respira paz. Por eso es esencial para nosotros protegerlo», dice Antonio Lloreda, uno de los pescadores que integran el proceso de ciencia comunitaria de Jurubirá.
Si bien el mito de Utría permitió un vínculo cultural más cercano de las comunidades étnicas del golfo de Tribugá hacia las ballenas que visitan sus aguas, el imaginario que giraba alrededor de los cetáceos, en el seno de las poblaciones humanas de este territorio, tendía a ser negativo. Ello cambió con la irrupción del turismo de avistamiento y la progresiva llegada del conocimiento científico.
—Nosotros crecimos con muchos mitos. Los adultos les tenían miedo a las ballenas y a los delfines. Nos decían que eran fieras. Cuando llegaban las jorobadas nadie salía a pescar y aguantábamos hambre. Tocaba buscar la comida en los manglares o cazando. Se escuchaban cuentos de personas que eran tratadas como héroes porque habían escapado de semejante depredador. También nos decían que los delfines eran auxiliadores de la gente en el mar pero que a veces saboteaban las faenas—, relata Antonio Lloreda.
—Los que infundieron ese temor fueron los mayores y nosotros nos formamos con ese miedo. En su tiempo, nuestros ancestros salían al mar con canoa y remo, y para ellos los cetáceos, sobre todo las ballenas, eran fieras que se los iban a comer—, responde Edwin González, otro de los pescadores científicos de Jurubirá.
Esa brecha que perduró durante decenios entre las comunidades y su entorno natural creó una suerte de antagonismo hacia las especies que habitan en este territorio. «Nos enseñaron toda la vida que el monte era malo», confiesa Antonio. Por supuesto, dicha ruptura incidía en el desinterés por la conservación de la biodiversidad y persistía el instinto prioritario de subsistencia de las propias poblaciones humanas.
Según la Alcaldía de Nuquí, alrededor de diez mil y veinte mil personas (de las cuales el sesenta por ciento son colombianos) visitan cada año el municipio, atraídas por el turismo de avistamiento de ballenas y otros planes con enfoque ecológico. La temporada alta se condensa entre agosto y octubre, cuando cerca de ochocientas yubartas arriban a las aguas del golfo para completar su ruta migratoria. Estas cifras de forasteros que llegan en dicha época, no obstante, han fluctuado a raíz de coyunturas como la pandemia y el influjo del conflicto armado, que ha golpeado durante decenios este territorio étnico y natural del Chocó colombiano.
Aunque el turismo no es aún la principal actividad económica en las comunidades que conforman el golfo de Tribugá (como sí lo es la agricultura, mediante la producción de arroz, plátano y coco, que genera el sostenimiento del ochenta por ciento de las familias en zonas rurales, además de la pesca), un estudio de 2016, realizado por el Invemar y la Universidad del Norte, encontró que durante la temporada de ballenas se incrementa en un cuarenta por ciento la generación de empleos en la región. Esta tendencia ha ido elevándose en la medida que cada vez más existe interés de viajeros por conocer la biodiversidad que abunda en este rincón del Pacífico.
Al respecto, el jurubiraseño Antonio Lloreda cree que los factores sociales suponen una incidencia poderosa en las prioridades intrínsecas de las comunidades. No es posible ocuparse del cuidado del ambiente, si asegurar la propia subsistencia humana constituye un desafío diario. «Nos ha tocado una parte de la historia compleja y mientras eso esté en la cabeza de la gente se hace más difícil generar conciencia ambiental. Tenemos otras urgencias. Con el conflicto armado pasamos momentos muy pesados. Si esta región dependiera más del turismo, sería más sensible en ese tema porque generaría capital. Si a la gente algo le brinda dinero lo cuida. Por eso, el turismo es un gran aliado de la conservación», apunta.
La incursión paulatina de investigaciones científicas en el golfo de Tribugá ha extendido la comprensión del territorio en el seno de las comunidades locales. Con ese punto de partida, los pobladores han comenzado a entender la importancia de las ballenas y los delfines para el sostenimiento de los ecosistemas marinos que allí proliferan. Así lo confirma Yerson Gonzáles, que integra el Consejo Comunitario Los Riscales —el cual reúne a nueve líderes afrodescendientes de los diferentes municipios que confluyen en las proximidades del golfo—. El acceso a conocimientos técnicos le ha permitido plantear nuevos escenarios de discusión sobre la preservación de la biodiversidad dentro de las mesas de decisión. Allí, en el corazón de su terruño no se mueve una aguja sin que el consejo comunitario lo sepa, enfatiza, y todas las acciones se orientan hacia el mantenimiento de las tradiciones culturales, así como a la defensa del ambiente.
Por lo pronto, el saber biológico sobre las ballenas y los delfines, que se ha ampliado en la región, ha contribuido a resquebrajar algunos imaginarios nocivos para la protección de las especies. Este es un proceso de largo aliento en el cual los conocimientos científicos se transmiten de generación en generación hasta ir consolidando una cultura de conservación.
—A partir del contacto con el turismo y la entrada en la investigación, me he desprendido de muchos mitos. He creado una conexión y una sensibilidad muy fuerte con los cetáceos. Ahora sé que no son animales que van a devorar a una persona. No son agresivos y, al contrario, son pacíficos. He nadado con ballenas y he comprendido que son mamíferos bonitos por los que hay que luchar para conservarlos—, admite Antonio.
—Desde que me acerqué al mundo de la investigación de los cetáceos, comprendí que son animales mansitos y decidí hacer cursos de avistamiento responsable de ballenas. Sólo hay que respetar su espacio. Esos animales no nos causan ningún daño. Es al revés, nosotros podemos llegar a afectar su vida en el mar—, replica Edwin.
—En el golfo de Tribugá hay mucho potencial para el turismo y la ciencia. No todo es acerca de ballenas y delfines. Es aprender sobre el jaguar, la danta, las aves, los monos, las ranas, los perezosos y las serpientes. Si conocemos mejor el territorio y buscamos otras formas de ecoturismo y etnoturismo, encontraremos la forma en que podremos defender la vida y al mismo tiempo garanticemos nuestra supervivencia como comunidad—, concluye Antonio.
Dentro de ese escenario, los expertos han identificado una grieta que atañe al foco de las investigaciones biológicas en el golfo de Tribugá y al turismo de avistamiento de cetáceos. Se trata de que la jorobada, dados sus patrones migratorios tan definidos y su magnificencia, ha acaparado la atención de los especialistas en mamíferos marinos, así como de los operadores turísticos y de los visitantes, pero se ha desatendido a la variedad de especies de delfines que encuentran su hábitat en estas aguas del Pacífico.
«En Colombia no se estudian tanto los odontocetos (cetáceos con dientes) y tenemos poca evidencia sobre sus comportamientos», admite Mar Palanca, bióloga marina, cofundadora de la agencia de turismo ecológico y científico Madre Agua Colombia, que funciona entre los golfos de Tribugá y Cupica.
En términos de ocurrencia y distribución, se ha reportado que al menos cuatro especies de delfines hacen presencia frecuente en el golfo de Tribugá. Los datos revelados por diferentes científicos y pobladores brindan indicios de que tales mamíferos nadan en estas aguas durante todo el año. En efecto, uno de los propósitos del monitoreo de cetáceos a cargo de los pescadores de Jurubirá es consolidar la evidencia de que dichos animales han encontrado en los ecosistemas marinos de la región un hábitat constante.
A pesar de que el turismo de avistamiento de cetáceos es una alternativa genuina para la subsistencia económica de las comunidades locales del golfo, y constituye un aliado de la conservación, en el trasfondo de esta actividad pueden yacer amenazas silenciosas contra los delfines y las ballenas.
Tal y como se ha documentado en la literatura científica disponible sobre observación de cetáceos, el turismo sin regulación puede derivar en el incremento desmesurado del tráfico de embarcaciones, lo cual configura un doble riesgo para estos mamíferos. En primer lugar, el ruido de los motores de las lanchas en la superficie del océano genera contaminación acústica. Diferentes estudios han demostrado que el estruendo de los botes altera las conductas y los sistemas de comunicación de los delfines y las ballenas, y ello podría causar el abandono de las especies de esos hábitats saturados, con un impacto grave en el ecosistema y un daño colateral hacia las comunidades que viven de las actividades del mar (pesca y turismo).
A raíz de ello, explica la investigadora, las yubartas mostraron cambios en sus patrones de conducta, dentro de un área que suele ser esencial para la crianza de los ballenatos. Por tanto, la científica sostiene que la huella antropogénica en esta región es tan fuerte que se ha alterado la normalidad biológica de la especie.
En los delfines, el ruido causado por el tráfico de embarcaciones puede desencadenar serias afectaciones. «Estos cetáceos son acústicos: ven el mundo con el sonido, más que con la vista, porque emiten ondas que se devuelven y así encuentran su comida en la inmensidad del mar», argumenta Dalia Barragán Barrera. Aclara que ellos pueden ver, pero sus ojos son sus chasquidos, que son como sus huellas digitales y con los cuales se relacionan con los miembros de una misma manada. En un ambiente lleno de estruendo, cambian la frecuencia de su sonar para que no se solape con las de los motores de los botes, o también se ha descrito que prolongan sus ciclos de buceo en las profundidades para evadir el bullicio de las máquinas. Estas modificaciones les suponen un mayor gasto energético y estrés, e incluso pueden alterar sus patrones de alimentación y reproducción.
El segundo riesgo que deviene de un aumento en el tránsito de lanchas son las colisiones. Se estima que el impacto con botes de mediano o gran tamaño es una de las principales causas de mortalidad no natural de delfines y ballenas en todo el mundo. Una de las consecuencias de estos incidentes son los casos de cetáceos que, desorientados o heridos tras estrellarse con un barco, terminan varados en las playas y mueren. Jennifer Bachmann revela que durante 2022 se registraron dos casos de delfines estancados en las bahías del golfo de Tribugá. Aunque no se aventura a afirmar que aquellos mamíferos encallados fueron el resultado de una colisión, relata que las aletas dorsales estaban rotas y mostraban cortes muy claros, lo cual podría sugerir, según ella, el choque de estos animales con embarcaciones.
Ann Carole Vallejo aclara que, dentro del contexto de Tribugá, se ha estado propiciando una cultura de conciencia sobre el avistamiento responsable de cetáceos. Asegura que muchos pobladores y lancheros ya se han apropiado de nuevas prácticas que evitarán que exista mayor presión antropogénica sobre estos mamíferos marinos. «Es necesario construir hábitos de respeto por principio a un ser vivo, a conservar su espacio, porque están cumpliendo su ciclo biológico, que es a lo que vienen a esta zona del Pacífico». En esa medida, los visitantes también cargan la responsabilidad ambiental de exigirles a los operadores que no deben acercarse más de lo debido a un individuo (cien metros con ballenas y cincuenta metros con delfines), ni intentar tocar a los animales o nadar con ellos, actividades que por normativa no están permitidas.
Otra alternativa que busca implementar su organización es el turismo acústico, con el cual, a través de hidrófonos, se pueda experimentar el canto de las ballenas jorobadas a muy poca distancia de las playas, sin generarles estrés. La científica insiste en la urgencia de que las autoridades ambientales regulen con celo las prácticas de avistamiento, de tal forma que los operadores turísticos se vean comprometidos a impulsar acciones responsables y sostenibles, y a asumir un papel de cuidadores de los ecosistemas.
A diferencia de Bahía Málaga y otras regiones del Pacífico colombiano, el golfo de Tribugá se mantiene casi prístino: es una de las áreas más conservadas del planeta, no existe un alto tráfico de embarcaciones, por lo cual no hay tantos niveles de contaminación acústica, y el impacto de las actividades humanas no ha generado un deterioro profundo de los hábitats. Sin embargo, este equilibrio que ha perdurado de forma milenaria podría resquebrajarse si se construyen megaproyectos como el tan resonado Puerto de Tribugá. Es esta la opinión unánime de los biólogos que han desarrollado investigaciones científicas en el territorio.
No obstante, en el seno de las comunidades que integran el golfo temen que, tras bambalinas, empresarios del Eje Cafetero, en connivencia con intereses de políticos, sigan urdiendo planes de proyectos de infraestructura que supongan una disrupción en la conservación de la región. Ante la posibilidad de este escenario, la posición mayoritaria de los pobladores locales es un categórico rechazo.
—La mayoría de los líderes que ordenamos el territorio estamos en contra del puerto, por múltiples razones. Nosotros trabajamos en la construcción de un modelo de desarrollo participativo propio, no que nos impongan cómo tenemos que vivir. Queremos tener universidades, mejorar la formación de los niños y tener centros de investigación, no proyectos de infraestructura que sólo benefician a algunos. Tomamos como ejemplo a Buenaventura. En todos los puntos donde hay puertos siempre hay pobreza. Durante más de treinta años hemos gestionado y conservado de forma comunitaria los ecosistemas. Que estemos nominados como reserva de biósfera no es la panacea, pero es una sombrilla que nos sirve de garante para realizar nuestros proyectos comunitarios y el aprovechamiento sostenible de la región. Es un sello de calidad—, dice Yerson González.
—Nos estigmatizan, nos dicen que somos muy pobres. Puede que tengamos escasez de dinero, pero es que no necesitamos plata en abundancia porque el lugar nos provee comida, techo, felicidad y tranquilidad. No creo que un puerto nos beneficie en nada. Cuando voy al río con la marea subiendo, siento una paz inmensa. Cambiar eso por el ruido de los barcos no vale la pena. Si construyen ese puerto, se nos van a ir las ballenas y los delfines. Nos van a quitar la posibilidad de ver a una jorobada en la tarde. No queremos depender de una economía que no es la nuestra. Aquí hay otras oportunidades de desarrollo. El turismo es la mejor alternativa que tenemos, pero también hay la gran opción de formarnos como científicos locales. Nosotros como comunidad quisiéramos que este territorio fuera declarado como una zona intocable —, contesta Antonio Lloreda.
—Estos proyectos nos matan el medio ambiente. No queremos puertos ni carreteras. Si construyen esas obras, este territorio no lo vamos a manejar nosotros, ni siquiera lo harán personas colombianas. Será de otros países o China. ¿Y nosotros qué hacemos? El Chocó es un pulmón del mundo. Así como estamos, estamos bien—, arguye Edwin González.
Desde la perspectiva científica, se han desarrollado estudios que sirven de referencia para entender el impacto que tendría la construcción de megaproyectos costeros, en términos de contaminación acústica, dentro de las poblaciones de cetáceos de Tribugá. Una tesis de pregrado en ciencias biológicas de la Universidad de los Andes, realizada por Daniel Noreña, describió hallazgos que dan pistas sobre este asunto particular. El investigador recogió, mediante hidrófonos, 2218 sonidos de diversas especies de delfines, en dos diferentes posiciones geográficas: Coquí y Bahía Solano, entre 2013 y 2019.
Luego de analizar las muestras obtenidas, el científico encontró que las frecuencias de ecolocalización de los individuos que estaban en las aguas del golfo de Tribugá permanecieron dentro de un rango normal, en comparación con las frecuencias de aquellos que habitan en áreas de alto tráfico de embarcaciones y, por lo tanto, de contaminación acústica.
Sobre la base de este trabajo, Noreña planteó las implicaciones ecológicas que ocasionaría la construcción de megaproyectos que alteren el equilibrio acústico de la zona. Como resultado de ello, describió que el aumento del tráfico náutico en esta región generaría cambios en las frecuencias de sonido, altos niveles de estrés, pérdida de oportunidades de reproducción y alimentación y el abandono definitivo de algunas especies de esta área.
Pero además de estos proyectos de infraestructura, otras amenazas de origen humano constituyen un obstáculo para la preservación de los cetáceos en el golfo. De acuerdo con una gran variedad de estudios científicos, la principal causa de mortalidad de delfines y ballenas en el Pacífico colombiano es la pesca incidental, en su mayoría originada por barcos industriales.
De hecho, las prácticas industriales han puesto en estado crítico un sin fin de ecosistemas marinos del planeta, dado que su técnica de captura es el enmalle o pesca de arrastre, la cual consiste en soltar una red inmensa sobre el océano hasta que toque el fondo y, luego de ello, hacer avanzar el bote para atrapar cualquier forma de vida que se cruce en el trayecto. Pese a que organizaciones internacionales han buscado ponerle freno a este tipo de actividades, siguen existiendo dificultades para vigilar y controlar los métodos de tales buques.
Según relatan los científicos comunitarios de Jurubirá, los barcos de pesca industrial han supuesto no sólo un riesgo para las poblaciones de cetáceos del golfo de Tribugá, sino que han generado un conflicto con los pescadores artesanales, puesto que, al capturar peces de forma masiva e indiscriminada, están reduciendo las posibilidades para aquellos que usan artes convencionales como el sedal amarrado a un anzuelo.
Antonio, Yerson y Edwin cuentan que los barcos atuneros se anclan a cincuenta millas de la playa y «hacen un desastre» porque no dejan entrar el dorado hacia las áreas costeras. Usan espineles de diez kilómetros de cuerdas y anzuelos, por lo que en una sola tirada pueden coger dos mil o tres mil animales. Por eso, los peces ya no entran a la orilla. «El marlín o los peces vela ya no se ven». Ahora, el pescador tradicional se ve forzado a salir más al océano y a doblegar sus horas de faena. Además, como estas embarcaciones navegan en busca de atún, muchos delfines que nadan junto a estos peces caen en las redes y mueren ahogados. El problema, insisten, es que en esta zona del Pacífico pocas autoridades ambientales los controlan.
Durante décadas, la industria atunera diezmó las poblaciones de delfines en todo el mundo. Se estima que desde 1957, cuando inició la práctica de captura de atún asociado con estos cetáceos —que consiste en rastrear manadas de dichos mamíferos para detectar la presencia de los peces, puesto que ambas especies suelen nadar juntas—, morían ahogados y enmallados entre trescientos cincuenta mil y cinco millones de estos odontocetos. Fue por eso que en 1972, en Estados Unidos, se creó la Ley de Protección de Mamíferos Marinos, de la cual surgió el Acuerdo sobre el Programa Internacional para la Conservación de los Delfines.
Otras actividades que se enumeran entre las amenazas para los cetáceos del golfo son la instalación de redes fantasma, por lo general dejadas en el mar por pescadores de la región; la caza directa de las especies, cuya carne suele ser usada como señuelo de tiburones; la disminución o escasez de presas; variaciones inusuales en la temperatura o la química del agua; la deforestación de la selva tropical, que tiene efectos directos o indirectos sobre los ecosistemas marinos y costeros, y el cambio climático.
Más allá de que los cetáceos conviven con este tipo de riesgos en sus travesías por las aguas que rodean a Nuquí y el Parque Nacional Natural Utría, los científicos coinciden en que el impacto antropogénico en esta zona del mar chocoano es aún bajo, por lo cual el equilibrio ecosistémico se mantiene estable. Allí, en las profundidades del golfo de Tribugá, los delfines y las ballenas proliferan, resisten y encuentran condiciones favorables para su supervivencia.
Muchos niños de Jurubirá nunca han visto una ballena. Han escuchado hablar de ellas y oyen historias de sus mayores, pero no las sienten parte de su propia existencia. Esta realidad origina un obstáculo si se piensa en la conservación de los cetáceos hacia el futuro. «¿Cómo uno les puede pedir que quieran a las jorobadas si no las conocen?», advierte Antonio Lloreda.
En medio de las carencias con que varios de estos niños crecen, una de las apuestas de la incursión de los procesos de ciencia comunitaria es crear semillas de conservación para asegurar la existencia del territorio tal y como se conoce. Desde los procesos organizativos se busca la creación de grupos de investigación con los pequeños, y la intención es que empiecen a entender por qué es importante la preservación de la naturaleza. Yerson Gonzáles confiesa que quiere que sus nietos puedan disfrutar, proteger y conocer su comunidad y su territorio. «Eso es lo que buscamos: dejar ese legado».
Pero, según él, existe un obstáculo hacia ese anhelo de que las próximas generaciones asuman el corregimiento como suyo: las pedagogías que traen los docentes provenientes de otras partes del país los impulsan a que vayan a buscar su futuro afuera y a que se desliguen de la región. Esto supone un conflicto de desarraigo que, en el seno de la comunidad jurubiraseña, quieren contrarrestar mediante la enseñanza de los ecosistemas que los rodean.
En ese punto, las ballenas y los delfines pueden desempeñar un papel trascendental. Se plantea que una estrategia para inculcarles a los niños el amor por su región es organizar salidas en las que conozcan a los cetáceos y puedan ver por ellos mismos cómo son. Esto según Antonio, permitirá que se sensibilicen y, a medida que crezcan, comprendan por qué hay que cuidarlos.
«Queremos llegar al punto en que algún día un niño diga que quiere dedicarse a estudiar a los delfines o las ballenas», admite Yerson. Por su parte, Edwin González cree que el hecho de que las futuras generaciones aprendan a conservar y querer su terruño depende de las enseñanzas que brindan sus padres o mayores. Considera que es un tema de acompañarlos y motivarlos.
Según los datos del Distrito Regional de Manejo Integrado del golfo de Tribugá y Cabo Corrientes (DRMI), este territorio alberga más de treinta mil tipos de plantas y es hogar de trescientas noventa especies de aves, novecientas setenta de reptiles y ciento veinticinco de mamíferos. Esa explosión de vida se extiende hacia los ecosistemas marinos, que albergan una biodiversidad aún inexplorada.
Para Dalia Barragán Barrera, Tribugá, y en general el Pacífico nacional, es tan próspero de vida porque el influjo de la corriente de Colombia y la escorrentía de los ríos transportan nutrientes al océano, que sustentan la abundancia de los ecosistemas marinos. En esa proliferación que yace bajo la superficie del agua, se encuentran los cetáceos, sobre los cuales existe información científica limitada en Colombia.
Diversos estudios científicos han descrito la inteligencia y capacidad cerebral de estos mamíferos marinos, así como sus complejas estructuras sociales, sus sofisticados sistemas de comunicación y sus amplias habilidades de adaptación a variadas condiciones ecosistémicas. Es por ello que distintas especies de este infraorden hacen presencia en todos los océanos del planeta. Otra particularidad es que, para impulsarse entre las corrientes, dichos animales mueven sus aletas caudales (colas) en forma vertical, lo cual los distingue de los peces, que lo hacen de manera horizontal.
Se teoriza que los cetáceos actuales evolucionaron a partir de un animal terrestre similar a un perro, que, al adentrarse en el mar, perdió no sólo la mayoría de su pelaje, sino también sus patas y su cola, que se convirtieron en aletas dorsales, pectorales y caudales. Estas transformaciones, que empezaron a ocurrir hace cerca de cincuenta y cinco millones de años, le permitieron habituarse al océano, mediante la constitución de un cuerpo hidrodinámico. De este antepasado común emergieron tanto las especies de delfines marinos y de río como las ballenas que hoy se distribuyen en todo tipo de ecosistemas acuáticos.
Aparte de la yubarta, sobre la cual existe una mayor comprensión científica en términos de ecología, hábitos migratorios e incluso comportamientos, las otras especies están aún envueltas en misterio. Como lo explica Dalia, aún no es posible establecer si en las aguas del golfo hay poblaciones residentes de delfines —es decir, que habitan en una misma zona y su actividad se centra en ella—, ya que para lograrlo es necesario realizar monitoreos consecutivos durante todo el año, así como estudios genéticos de las manadas que se avistan, y aún no se ha contado con suficiente financiación para desarrollar esta clase de muestreos.
En esa medida, los procesos de monitoreo del equipo de ciencia comunitaria, que se despliegan cada vez más en estas aguas, han empezado a esclarecer patrones de ocurrencia y distribución. Los indicios apuntan a que, por ejemplo, los delfines moteados pantropicales, los comunes, los nariz de botella (también conocidos como mulares), los de dientes rugosos y los tornillo circulan durante todo el año en el golfo. De acuerdo con los relatos de los pescadores científicos, los meses de mayor actividad y observación de estas especies son abril y mayo, que coinciden con el arribo de cardúmenes de agallonas (sardinas) a zonas cercanas a la costa.
Si bien estos datos plantean una perspectiva no tan desfavorable para las especies que habitan o pueden residir en las aguas aledañas a Nuquí, el interés de los biólogos marinos que realizan sus investigaciones en esta región, así como de las comunidades locales, es lograr que el golfo de Tribugá explote su potencial de erigirse como un santuario de ballenas y delfines.
Con cada paso que se da hacia la comprensión de los rasgos ecológicos y biológicos de los delfines y las ballenas, se desbloquean pequeños cerrojos y se descubren nuevos argumentos para que las comunidades locales, de la mano de los científicos, apuesten por su protección. El golfo de Tribugá no puede concebirse sin la presencia de aquellos seres que desde las profundidades son guardianes del equilibrio de la vida en el mar.